En nuestra reflexión sobre la primera bienaventuranza (Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos) se fue señalando que ser pobre de espíritu es despegarse de las cosas: dinero, convicciones, ideas políticas o religiosas, etc. que recuerda a Eckhart: “pobre de espíritu es aquel que no quiere nada, que no sabe nada y que no tiene nada”.
Vivir esa pobreza espiritual requiere integrar la oración y la contemplación en nuestra vida cotidiana. En ese sentido se recordó la aportación de Charles de Foucauld y, en particular su oración del abandono (... Haz de mí lo que quieras... Lo acepto todo,... Pongo mi vida en tus manos...)y en dejarnos seducir por Crist4o crucificado, como han hecho los grandes santos.
Esta pobreza espiritual también tiene sus peligros y, en particular se señalaron algunas cuestiones que pueden hacer mucho daño a la comunidad: el rico de espíritu (el fariseísmo) que se cree pobre y, desde su autocontemplación se cree capaz de juzgar y condenar a todos; o a las personas que acumulan para sí, sin compartir.
La opción por la pobreza supone ser pobres para ser libres; así mismo reconocer que hemos sido creados libres, una libertad para ser pobres. Asumir este camino no es fácil, pero hemos de llevarlo a nuestra vida personal, familiar,.... transformarnos nosotros para poder transformar.
Esas dificultades nunca pueden llevarnos a renunciar a la utopía, pues eso sería tanto como condenar a los pobres a su suerte, sin posibilidades de cambiar. Al contrario, deben llevarnos a recordar como en la Biblia las mujeres estériles juegan un papel determinante: la vida que surge allí donde parecía imposible.
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