La crisis del coronavirus[1], terrible
shock en el ámbito social, político y económico, y que intuimos afectará a
nuestros modelos de vida personal y social, así como a los valores sobre los
que se asientan, se nos presenta como un tiempo de contrastes y ambivalencias. Un
tiempo que nos está sorprendiendo, tanto por las decisiones que adoptan los
gobiernos, como por nuestra forma de asumirlas. Jamás habíamos imaginado, ni en
el peor de los escenarios, renunciar a nuestras condiciones normales de vida, a
las relaciones sociales, al trabajo, a las amistades, a los gestos cotidianos
de afecto, a las convicciones religiosas y políticas… y hacerlo por el riesgo
de caer enfermos, por el miedo a perder la vida, o hacérsela perder a otros.
Las medidas adoptadas por el gobierno
sorprenden por su rapidez y su amplitud -aunque algunas voces critican, a
posteriori, su tardanza-, sobre todo comparadas con situaciones pasadas, como
el VIH, en que la actuación se demoró largo tiempo, seguramente porque entonces
las víctimas eran negros, homosexuales, consumidores de drogas… personas
marginales que contaban poco o nada, mientras que ahora la amenaza es a todos.
Esta pandemia puede ayudarnos a
actualizar nuestra lectura de la realidad, y podemos entenderla como un signo
de los tiempos que aporta nuevas luces y sombras sobre nosotros y nuestra vida
en este planeta y en este momento concreto. Nuestro ser personal, nuestras
relaciones personales, nuestra relación con la enfermedad y la muerte, el
sentido y la importancia de los trabajos, los servicios públicos, la política y
su relación con la economía… son sólo algunos de los aspectos que comenzamos a repensar
en estas nuevas circunstancias.
[1] En los
momentos de escribir esa reflexión nos encontramos todavía en fase de
confinamiento, sin tener certeza de cuándo va a finalizar